Viaje al Oeste (1): Perfiles
Vivir en Nueva York hace que compares todas las ciudades que has conocido (y conocerás) con ella. El característico perfil de Nueva York, reconocible incluso para quien no ha estado, no tiene nada que envidiar a otros perfiles que durante este viaje de la pasada semana he podido ver. Así, el primer perfil que pude ver fue el de San Francisco (seguido por Sequoia Valley, Las Vegas y el Gran Cañón).
La imagen mental que yo tenía de San Francisco correspondía a la película ¿Qué me pasa, doctor? Recordaba la frenética escena de los protagonistas bajando en bicicleta por las calles de la ciudad. "Qué empinadas", pensaba. Pues esas calles, en realidad, son aún más empinadas de lo que creía. Parece mentira que alguien se planteara construir una ciudad ahí. Y me alucina pensar que esa ciudad está a merced de los terremotos en cualquier momento.
El siguiente perfil que me encontré fue el de Sequoia Valley. Incluso después de ver una ciudad como San Francisco, la naturaleza siempre gana al hombre. Las secuoyas son árboles descomunales, que llevan ahí miles de años y que, por si fuera poco, crecen en lo alto de las montañas. Me contaban que las secuoyas son árboles "altos como rascacielos". No sé si tanto, pero la primera visión de una secuoya superó incluso a la del Empire State.
Depués de ese perfil, llegó Las Vegas. Durante casi todo el paseo por esta ciudad, apenas pude articular palabra. Todo el mundo dice que es la mayor horterada del mundo, pero hay algo fascinante y magnético en ella. Tal vez sean las máquinas tragaperras, colonizadas por señoras de mediana edad, o tal vez el hecho de que allí todas las personas parecen fantasmas, porque nadie proyecta sombras, de tanta luz que viene desde todas las direcciones...
Las Vegas, esa ciudad en medio del desierto, donde todos fuman y beben sin importar si están dentro o fuera de los casinos, tiene perfiles tramposos. El de la foto superior corresponde a New York, New York, la chusca recreación de Nueva York. Cada hotel tiene una arquitectura temática, y así, puedes decidir dormir en un castillo medieval (el Excalibur), en una pirámide egipcia (el Luxor) o en París. Siempre que tengas una buena tarjeta de crédito, claro.
El gran perfil del viaje estaba aún por llegar: el Gran Cañón. Esto fue lo que más me impresionó. Nunca había visto nada parecido. Es tan inabarcable que da miedo. Las capas de piedra que lo forman llevan allí 270 millones de años, y el cañón fue recortado en sólo 5 millones de años. El descenso, a lo largo de unos 15 kilómetros (ida y vuelta), es un ejercicio de paciencia (parece que no avanzas nada) y de resistencia. Y vaya vistas que había. Fue la caminata más dura y hermosa de mi vida.
Me hubiera gustado llegar hasta el río Colorado, pero estaba a otros 10 kilómetros más (ida y vuelta) y luego, quieras o no, tienes que volver a subir el cañón. El regreso, con esos inmensos acantilados frente a ti, cansado, achicharrado, y con la obligación de subirlos, fue demoledor (física y moralmente), pero mereció la pena.
En un par de próximas entregas hablaré de los caminos y de algunas imágenes peculiares de este viaje.
OLI I7O